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viernes, 18 de julio de 2008



Debo dejar pronto esta ciudad en la que no nací pero que amo profundamente, en la que ha pasado feliz e infelizmente los últimos 21 años y me duele confesar que no quiero irme de acá por nada del mundo. Inventaré algo para quedarme.

Debo decir que cuando llegué dormía todos las tardes por el frío y no me acostumbraba a este pétalo de espanto que es la altura. La Paz con sus calles sinuosas me recibió de brazos abiertos, me acaparó en su pecho y me hizo suya. Con sus tenues lucecitas que se encienden o se apagan como un gran árbol de navidad. Con su infernal ruido de marchas, su caos, su magia, sus raíces, las subidas y bajadas que agigantan la presión y quitan el aliento. Debo confesar que no quiero irme.

Vivir en La Paz es descubrirla, para amarla y ya nunca dejar de sentir ese nexo, esa constante creencia de que habitarla es un ascenso al cielo. Para conocerla hay que tomar valor y descanso, pues llegar a todos sus barrios es imposible en pocos días. Mientras tanto habrá que aprovechar su extraña estructura de subidas y bajadas, respirar profundo por la nariz llevar el oxígeno hasta el estómago y luego exhalarlo suavemente y seguir sus ondulaciones como se sigue un cuerpo de mujer, perseguirla en sus nombres: Tembladerani, San Pedro, Sopocachi, San Jorge, Obrajes, Rosazani, Calacoto, San Miguel, Achumani, Cota-cota, Ovejuyo y sus Villas… villa Fátima, Villa Copacabana, Villa San Antonio, Kupini, Chasquipampa … viajar entre tantos nombres es emprender una travesía.

Esta ciudad que no es mía, al ser tan alta uno tiene que tomar aliento en cada tramo porque es un pétalo de espanto adherido a la ciudad. Tiene magia, encanto y transparencia por su cielo azul en invierno que cambia de color en la noche. Ayy! Que noche la noche paceña, es un universo de estrellas que la ilumina, por donde se mire se ven lucecitas intermitentes, fosforescentes, blancas, amarillas y opacas, que semejan luciérnagas y estrellas luminosas que asoman por todas partes, desde las casas de los cerros, los edificios, de todas partes salieron las luciérnagas y comienzan a arder entre las montañas como un gran camino de luz, agitada, rumorosa, chillona.

La Paz es también caótica, sinuosa y bulliciosa. Debe ser que la habitan tantas voces, personalidades y razas, por su corazón abatido de tanto auto, bullicio y energía, por las rabias ocultas que la habitan, por el sinsentido, el abandono y la miseria. Entonces La Paz parece cansada, se sacude como un elefante, se derrumba, agoniza y muere. Sus heridas no sangran, pero su piel va cayendo de a poquito como su tierra, ahogándolo todo. Es como un río revuelto que busca cambiar de cauce dejando a su paso miseria y abandono.

Esta ciudad que no es mía, la conocí cuando vine de Cochabamba en un intercambio de colegios, fue causalidad y a primera vista la sentí mía. Cuando me vaya echaré de menos tantos momentos y a lo mejor la reemplazaré por otra ciudad más gris, más monótona y huraña. Pensaré en Gatúbela pegando a Júpiter, a Nancy limpiando la pequeña alfombra, las noches de soledad y un vino añejo que quedó sin terminar porque no me gusta el vino, el humo del cigarrillo, el poema en las patitas del ordenador y los versos que no escribí porque no tuve valor y sentimiento. Las velas de colores que encendí en el angelódromo, los cuadros que compré a fuerza de trabajo, los domingos callados escuchando a Chavela Vargas, el olor a api, el humo del anticucho, el amor que perdí y los besos que se fueron por el sacudón de las almohadas, las noches de encantamiento y magia, las terapias de la Ruth hurgando en mi inconsciente y tejiendo historias no cerradas para volverlas a desarmar, las charlas con Gary Daher y Juan Carlos Ramiro Quiroga, sus risas escribiendo poemas, el café sin ajenjo que nunca tomamos, la mirada cómplice del amor que no fue porque no pudo ser. El hijo que no deseé y dejé partir, las ganas de arrancarme el alma o los ojos y comérmelos en un acto chamánico y de psicomagia, las ganas de abismarme, sucumbir, tirarme al vacío y comer viento. La Paz, que a empujones me retiene la lágrima del dolor que llevo aquí dentro, que suena a rebeldía, el dolor de mi cuerpo que me retiene en su corriente, que no sana, que no hay cuando alivie. Y esta casa que no es mía, de la que tendrán que sacarme arrastrándome como un gusano y a lo mejor con la fuerza pública.

En el aire se escucha un canto añejo de mi Sopocachi querido y sus notas dibujan la ciudad de La Paz que se deshoja como una margarita, o que se abre como una kantuta virgen que reparte generosa los colores fuertes de su naturaleza muerta


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